Hace ya unas semanas que ha empezado el curso escolar. Los peques de tres años estarán en pleno proceso de adaptación, y seguro que tanto ellos como sus familias habrán sentido un cóctel de emociones.
Pero hoy no me referiré a las emociones del período de adaptación, ya lo hice en esta entrada. Lo que quiero es compartir con vosotros un pensamiento o, mejor dicho, una reflexión que me ronda desde hace días.
Todo surge una mañana cuando, después de leer varios blogs de otros docentes, advierto que sus trabajos de educación emocional se basan en presentar las emociones a un ritmo de una por semana. Entonces me pregunto: ¿esto es, realmente, trabajar las emociones? ¿Son las emociones un catálogo o manual con fecha de inicio y fecha de caducidad? ¿Programamos las emociones?
El profesor Rafael Bisquerra, en su definición de educación emocional, intenta resumir el concepto, por cierto muy complejo, expresando que es un proceso educativo, continuo y permanente, que pretende potenciar el desarrollo emocional como complemento indispensable del desarrollo cognitivo, constituyendo ambos los elementos esenciales del desarrollo de la personalidad integral.
Define claramente que es un “proceso”, por lo tanto, entiendo que como tal, para consolidarse necesita de tiempo. Consolidación que no creo que se consiga en una semana.
Me alegro por esos docentes que se implican en educar las emociones en su clase, pero me inquieta advertir que se piense que trabajar las emociones solo se trata de ir presentándolas como una programación cerrada cuando, una vez más, es el docente el que debe guiar con naturalidad el ritmo de la clase. Esta semana toca tratar la alegría, vale, así “está programado”. Pero ¿y si ha habido algún acontecimiento que nos hace sentir tristes, o que a un compañero de clase le haya sucedido algo penoso, qué hacemos? Considero que el clima emocional del grupo (alumnos y docente) es el que nos indicará qué emociones presentar, y cómo hacerlo implica el uso de nuestra propia creatividad. Una vez será con dibujos, otra a través de videos o cortos, y qué decir de los cuentos, nuestros grandes aliados para trabajar con las emociones. Y luego de hablar sobre ellas, de escucharnos, de aprender a reconocerlas, ¿es necesario caer en una ficha de trabajo? Puede que nos ayude a comprender mejor si el niño o la niña ha entendido (que no es lo mismo que sentido) la ternura, la frustración, etc. Trabajar con las emociones no se debe estar “atado” a un tiempo marcado por una programación. Son ellos y ellas y nuestro conocimiento exhaustivo de sus características, sus necesidades, sus propios intereses, los que nos indicarán qué emoción (sentimiento, estado de ánimo) es el adecuado para tratar en clase. Esa manía que tienen algunos docentes de dejar todo plasmado, escrito, como si se tratara de una evaluación. Seamos cautos a la hora de proponer actividades tipo ficha.
¿Lograremos que regulen su enfado en solo una semana, o que aprendan a gestionar la tristeza? Dice la frase popular que menos es más… y creo que esta vez es muy adecuada Clic para tuitear.Para mí, educar las emociones va mucho más allá. Comienza desde el primer día de clase y termina el último día del curso escolar. Es saludarles cada mañana con cariño, con una palabra bonita, con un piropo; es escucharles y ayudarles a que aprendan a expresar lo que sienten, ya sea en clase o en casa; es aprender todos juntos a resolver los conflictos, a regular y a gestionar las emociones; es la complicidad, el vínculo, las miradas, las palabras que surgen sin temor a que sean recriminadas. Son los llantos espontáneos que necesitan de un abrazo consolador, de una caricia. Educar las emociones es aprender a trabajar en grupo, a respetar tanto sus propias opiniones como las mías. Es ayudarles a desarrollar las habilidades del pensamiento, porque, ya lo decía Pascal, el corazón tiene razones que la razón no entiende. Así, podría estar escribiendo un texto largo con la intención de reflejar todo aquello que sucede en una clase, día a día. Todos los momentos que compartimos y de los cuales a veces no somos conscientes de que, al final, y sin habérnoslo propuesto o “programado”, estaremos educando las emociones. Si lo hacemos a consciencia y con fundamento, mejor aún.
Nunca enseñé emociones con un manual que me indicara cómo hacerlo. Nunca necesité una guía didáctica para hacerlo, porque tuve muy claro que prefería alfabetizar los afectos, los sentimientos, ya que lo otro… el aprendizaje de los conceptos (que no le resto importancia, por supuesto) fluiría con más facilidad. Es por eso que estuve de acuerdo con José María Toro, mucho antes de conocerlo personalmente, cuando nos preguntó de qué sirve que un niño sepa colocar Neptuno en el Universo, si no sabe dónde poner su tristeza o su rabia.
Cuando me reúno con las familias para la “entrega de notas” (que en Infantil me parece absurdo), siempre insisto en que no me pregunten sobre si aprende a leer y a escribir porque aprenderá. Unos antes, otros después, pero todos aprenden a leer y a escribir. Mejor interesémonos por su desarrollo emocional.
Después de dar voz a mis pensamientos, no acabo convencida, porque pienso que todo lo que sucede en el aula de mi compañero vecino, en mi centro educativo, está en relación directa con el ambiente escolar, y que ansío que esté emocionalmente fuerte. La sociedad nos demuestra día a día, en la prensa y redes sociales, que adolece un mal importante: carece de educación emocional.
Falta mucho por hacer, por investigar, por leer, y por darle fundamento a nuestras propias prácticas educativas. Pero, poco a poco, somos más los que intentamos ceder la voz a los niños, niñas, jóvenes y a sus familias. Porque, al final, de eso se trata, de construir una sociedad altruista, comprometida y, en ello, todos los adultos somos protagonistas.